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EJERCICIOS DE APROXIMACIÓN A UN VIDEO DE RADIOHEAD
Rufino era un hombre sin causas. Mi teoría es que aquello lo mató. La última vez que lo vi, estaba sentado debajo del árbol. Todavía era verano y a todos nos gustaba aquel árbol, pero especialmente a Rufo’. Nos sentábamos allí y él nos contaba cómo se había pasado 7 años de su infancia dando bala en la guerra del Salvador. A Rufo’, como le decíamos de pura fraternidad, no lo mataron aquellas balas. Lo mató un ataque al corazón y lo encontró su hermano tumbado en la sala de su casa.
Muchos acusan a Akileo, el colombiano que vivió con él.
Cuando digo muchos, me refiero a nuestros compañeros del trabajo, los mismos que se sentaban bajo el árbol, con Rufo y conmigo, a hacer chistes, a burlarnos de los judíos y de los africanos, a conspirar en contra de sus maltratos, de sus abusos patronales. Ellos, no yo, especulan acerca de la muerte de Rufino; dicen que Akileo le proporcionó una de aquellas rabias que solía proporcionarnos a todos, y que eso le hizo subir el colesterol. Yo creo, más bien, que Rufino decidió tumbarse por sí mismo en la mitad de la sala, cuando vio que estaba solo en la casa y que nadie lo podía ver y que ya no quería vivir más.
Me lo imagino, así, poniéndose primero de cuclillas, luego de rodillas, con su torpeza, sosteniéndose con una mano apoyada en el comedor, y con la otra en el sofá, sorteando aquella gordura que le había ganado en los últimos días. Y, entonces, una vez de rodillas, Rufino se deja rodar de lado, después de haber apoyado las palmas de las manos en el suelo y después de haberse quedado en cuatro patas. Al estar echado, como un perro haciendo la siesta, Rufo’ le debió haber pedido a Dios que le ayudara a morirse.
¿Por qué en la sala? ¿Por qué en Nueva York? Esas son cosas que sólo Rufino debió saber y que se llevó a la tumba. Pero a mí nadie me quita de la cabeza que Rufino se suicidó. Es que debe ser muy difícil eso de andarse por la vida sin causas, entre el noticiero y la novela, entre el cheque y el supermercado. Eso pa’ un hombre de campo debió haber sido muy duro. Cuando nos poníamos a hablar bajo el árbol, a resguardarnos del sol, cuando no teníamos clientes y el puto manager rumano nos dejaba en paz, Rufino me contaba, en tono confidencial, que le interesaba hacer dinero sólo para sobrevivir, pagar la renta, comer y esas cosas. Juntar el dinero suficiente para un ticket de avión y largarse, regresarse lo más pronto a su país. Me decía que lo de ahorrar y cosechar una fortuna lo tenían sin cuidado. Por eso es que constantemente agarraba su mochila y abandonaba el trabajo 3 ó 4 horas antes de la hora de salida. Se iba. Sin pedirle autorización a los judíos y a los rumanos, y ellos no decían nada, porque ya lo conocían y porque en cierta medida le tenían lástima. Mientras que con el resto de los empleados se comportaban tiránicos y esclavistas, con Rufino eran flexibles y comprensivos. ‘Esta semana no me siento bien, me encuentro mal’, decía Rufino todo el tiempo al rumano y el rumano se reía. Rufino, entonces se iba a su casa y, de vez en cuando, llamaba a una puta y rememoraba aquellos días de la guerra civil en el Salvador, cuando las mujeres le llovían como arroz. Por demás, Rufino pasaba las horas de aquel verano encerrado en su habitación, con el aire acondicionado a toda leche, viendo la tele, mirando hacia el techo, olvidándose de sí mismo, a veces cocinando.
En el otro lado de la balanza, Akileo, el roommate de Rufino, tiene su propia teoría sobre la muerte en cuestión. Él dice que a Rufino lo mató una “pericada”, la cual el finado se preparó el día de su deceso. Akileo fue él único que lo vio con vida antes de irse a trabajar muy temprano en la mañana, a eso de las 10; Rufino se estaba preparando la “pericada”.
- ¿Cómo así, y es que Rufino metía perico? – pregunté yo, olvidándome de que así le decían a los huevos revueltos en Pereira: huevos pericos.
Akileo me regañó:
- No hombre, perico no. Ese muchacho no sabía lo que era eso.
- Te trajiste la muerte de Colombia, a tus espaldas – le dije yo.
Akileo se rió.
- Se la pasaste al pobre Rufino, rematé.
Akileo volvió a reirse.
- No, ese muchacho estaba muy enfermo, a ese lo mató la gordura – dijo como disculpándose.
¿Sería que Akileo sí le dio una rabia a Rufino? ¿Tendrían razón los chicos del Car wash?
¿Cuáles serían las últimas reales palabras entre Akileo y Rufino? Lo sabrán sólo Dios y nuestro amigo el colombiano. Porque Rufino ya está más que frito y no puede decir ni mú y tampoco dejó nada escrito; y parafraseando a Vallejo: ¡Qué iba a dejar, si ese no más se la pasaba hablando mierda. Pero de escribir… nanai toñilas, porque leer un parrafito es muy fácil. Pero escribirlo es otra cosa!
Ahora Rufino está mejor que nosotros. Es lo único que se puede decir.El caso es que Rufino, aquella mañana, se metió unos huevos revueltos con cebolla cabezona, cebolla de rama, huevos, huevos, huevos y más huevos. Toda una ‘pericada’. Más o menos, el equivalente a meterse una tonelada de coca. Bye, bye, Rufino, fuiste el único que me caíste bien entre esos sumisos e infravalorados ex compañeros de discriminaciones. Entre esos que eran capaces hasta de bailar sobre piedras ardientes por dos dólares de más. Fuiste el único de quien me despedí cuando una mañana cogí mis cosas y me fui, sin más ni más, para nunca volver, sin renunciar sin irme con cortesías ante aquellos que nunca nos depararon alguna consideración patronal. Y vos estabas ahí, como siempre, cuidando el árbol. Vos y yo éramos sus más fervientes cuidanderos. Vos y yo, eternos peatones que esperamos el cambio de semáforo mientras todos los carros hace rato se han detenido para darnos la vía.
Hasta el final te veo ahí, tirado en medio de tu sala-comedor, esperando que Dios te hiciera el milagrito; te veo ahí, bajo el árbol, protegiéndote de los 105 grados a la sombra, escabulléndote del trabajo, engulléndote tus gloriosos almuerzos, diciendo que 10 años en Nueva York eran más que suficientes, te veo cazando iguanas a caucherazos en las selvas de Centroamérica, aguantando hambre en medio de las batallas, a los once años de edad, con un fusil al hombro, esperando semanas por una ración de comida, comiendo carne de mico, de humano, de lo que fuera. Te veo matando a esos que nunca quisiste matar. Te veo ahí, tumbado en la mitad de la sala, con los ojos abiertos y nosotros alrededor gritando, preguntándote, “Rufino, ¿Qué te pasa?” y vos respondiendo:
“Quieren saber qué me pasa?”
“¡Sí! ¡Dínoslo!, ¡por favor!”
“Esto me pasa…”
Y empiezas a mover los labios.
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