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2009

 
EN SUS CARAS VEO EL TEMOR






Aquella mañana, Batman había salido de casa sin bañarse. Andaba un poco abatido por los comentarios de la revista TV y Novelas, acerca de su relación con Robin. Esos rumores lograban perturbar un poco su delicada sensibilidad, aunque no demasiado teniendo en cuenta la calidad de la publicación de donde provenían. Hacía bastante frío y su calentador no funcionaba y también se le había hecho tarde. Las calles de ciudad Gótica estaban imposibles de acuerdo a las circunstancias estacionales. Batman no solía trabajar a esas horas. Batman debería estar en casa calentito, entre las piernas de Robin. Lo de Batman era el turno de por la noche hasta las tres o cuatro. Luego pasaba por donde los mexicanos de la esquina y se engullía una torta al pastor como las que le gustaban a su colega de la tele, su buen amigo El Chavo del 8. Batman se internaba entonces en la bati-cueva, muy juicioso. A eso de las 4 y 30 de la madrugada, mucho antes de que amaneciera, Batman cerraba los ojos hasta bien entrada la tarde del mismo día.

 Cuando Robin despertaba, encontraba la torta de carnitas que Batman le había comprado la noche anterior. Cada mañana era lo mismo. Siempre una reluciente torta de carnitas encima del horno microondas o debajo de la almohada, cual regalo del ratón Miguelito. Robín pensaba que aquel acontecimiento era su parte favorita del día.

A veces, el perezoso de Robín decidía acompañar a su concubino en las rondas nocturnas; eran noches por lo general de mucho trabajo en las que se trabajaba sin sosiego y no había tiempo ni para comer tortas mexicanas. Se trabajaba tanto en aquellas sesiones que hasta el autosuficiente de Batman le tenía que pedir una mano al consentido de Robin y cuando regresaban a casa ya era de día y los mexicanos ya se habían ido a descansar. Entonces los despertares eran muy tristes para Robin, porque no había tortas mexicanas encima del horno ni debajo de la almohada. Quizás por eso, Robín no gustaba de salir con su compañero por las noches.

Pero Robin era malentendido por Batman y por el bueno de Alfred, así que, de vez en cuando, salía a golpear villanos en medio de la cruda oscuridad, para que sus compañeros de vivienda, en esencia su familia, no dijeran que él era un holgazán. Y, en estas rarísimas ocasiones, Batman gustaba de invitar a comer a Robin en algún exclusivo restaurante a cambio de las significativas tortas en el carrito mexicano de la esquina, y Robin se conformaba con ello aunque no hubieran tortas encima del microondas o debajo de la almohada. Robin se decía a sí mismo que su relación con Batman debía ir más allá que unas “pinches” tortas de carnitas con cebolla, jalapeño, guacamole y tomate.

Aquella mañana era sin duda una mañana especial. El comisionado había llamado a Batman de urgencia y a Batman le había tocado salir a trabajar a las 7 a.m., por primera vez en su vida. El comisionado estaba muy preocupado. Ciudad Gótica había amanecido muy congelada aquel día y todos se preguntaban si se trataba de una obra del Freezeman ó si sería una inusitada ola de hielo invernal. Batman bostezaba. Su disfraz lucía arrugado y pensaba mucho en el comisionado, y en Robin, y en las tortas, y en los nuevos acontecimientos de ciudad Gótica.

Robin era un sujeto al que no le gustaba calentar las tortas en el microondas y solía comérselas con Ice Tea en el verano y con café en el invierno. Cuando Batman había aparecido por la puerta de la cocina, Robin se había sentido al descubierto; acaso un poco invadido.

"¿Qué haces despierto a esta hora de la mañana, Batman?", preguntó Robin.

"El comisionado me ha llamado para una emergencia", dijo Batman.

"¿Es algo grave?", volvió a preguntar Robin.

"Nunca se sabe”. Había dicho Batman mientras se servía una taza de café. Luego se había sentado en la mesa y le había arrebatado un pedazo del periódico a Robin. Oh! Allí estaban estos comentarios de vuelta. ¡Demonios! Rayos y centellas!

 “Insisto en que deberías recalentar esas tortas antes de comértelas así, frías. Un día de estos vas a pescar un dolor de estómago y te vas a acordar de mí.”

"Nos lleve el chanfle con estos periodistas" había dicho Batman. ¿Es que no tenían más de qué escribir? ¿No tenían otro superhéroe distinto a quien arruinarle su reputación?

"¿Por qué te enojas?" Había dicho Robin, "Quizás todo lo que dicen sea verdad"

"Claro, tú le crees más a ellos que a mí"

"Yo no he dicho eso"

Y entonces Robin se había servido el último trozo de cake de chocolate que había en la mesa y Batman había empezado a corretearlo por toda la cocina para quitárselo, pero Robin había sido más ágil y se había lanzado al suelo boca abajo y se había embutido el pedazo de Cake en la boca y Batman se le había tirado encima y habían estado jugueteando un poco por el acrílico del suelo.

Todas aquellas imágenes cabalgaban en la cabeza de Batman como dulces recuerdos de un carrusel de la infancia. El bati-móvil se deslizaba como un caramelo derretido por la vía de acceso a la bati-cueva. En otras circunstancias, de menos crisis, nunca hubiera aceptado trabajar por la mañana, pero ahora los tiempos estaban duros; el trabajo escaseaba y el comisionado cada vez marcaba menos su bati-número telefónico para delegarle cada vez menos bati-trabajos. Además, desde que las nuevas leyes del estado habían ordenado pagarle a los superhéroes por hora trabajada, nadie en el Salón De La Justicia se daba el lujo de combatir villanos a su conveniencia. Robin había despilfarrado un poco el dinero de sus tarjetas de crédito y había que agarrar los encargos como fueran. De hecho, Batman había tomado la decisión de irse a vivir a un barrio modesto luego de haber perdido gran parte de su fortuna jugando a la ruleta en los casinos de las Vegas y aquello le alivianaba un poco las cargas adquiridas en su nueva vida de superhéroe al servicio del Estado.

“Cáspita, Batman” había dicho Robin, “No puedo creer que te dejes afectar de este modo por los comentarios de esos periodistas”.

“Quizá Robin tenga razón”, pensó Batman.

Con su educación y su crianza, sus entrenamientos en el Tibet, su estilo de vida, su sensibilidad y sus refinadas maneras, él no podía darse el lujo de dar crédito a cualquiera que se le diera por abrir el pico. Sintió un grave perfume. La esdrújula vergüenza de que Robin habría detectado su grajo mientras forcejeaban en la cocina y que no le hubiera dicho nada.

¡Ah! ¡El pulcro de Bruno Díaz! Le había dado pereza bañarse. No. No era ningún acto de rebeldía ni ninguna crisis de los cuarenta. Tampoco apatía ni decadencia. Era la sensación extrema de que el agua estaba afectando sus poderes de hombre murciélago. Ahora el movimiento de las alas le hacía sus vuelos más dificultosos. Sus pensamientos menos sublimes.

Al llegar a la oficina del comisionado, éste le entrego unas fotos. Mejor dicho, se las arrojó sobre la mesa, frente a sus narices.

- ¿Sabes algo de esto?

Batman examinó cuidadosamente las imágenes. Se trataba de un par de cuerpos, tumbados, sin vida, en el interior de un container. Estaban desnudos y en sus cuerpos se alcanzaban a leer tatuajes diseminados por toda la piel: GO BACK, WHITE MAN… GO BACK WHITE MAN… GO BACK… Batman contó el número de veces que se repetía la frase. Cuatro. Le gustaba contar mucho a Batman. De hecho, Alfred solía repetir aquel chiste de que a su jefe le gustaba contar tanto como al “Conde Contar” de Barrio Sésamo, o como al Rico McPato de Walt Disney. De inmediato, Batman pudo percibir una segunda característica en los cuerpos asesinados; eran de raza blanca. Ello, juntado con los mensajes inscritos en la piel, le proporcionaba una vaga idea, cierto tipo de reflexión.

- ¿Qué dicen las autopsias? – Preguntó.

- No me han llegado todavía los informes completos – respondió el comisionado – pero lo que tengo hasta ahora dice que fueron torturados.

- Mmmh – Batman se frotó la quijada con el dedo índice de la mano izquierda. Era zurdo.– ¿Cuándo llega el informe completo del forense?

El comisionado, un viejo vaquero con el cutis lleno de agujeros y de nariz redonda, acercó su rostro al de Batman.

- Mirá, campeón, – dijo el comisionado – éste no es un episodio de los X FILES. Así que mueve tu culo y ve por el culpable de esta matazón. Nada de ponerte con investigaciones ni nada de esas mariconadas. Te doy una noche para que encuentres al monstruo que hizo esto.

El comisionado dio una pequeña palmada de mano abierta en la mejilla de Batman y dijo:

- Como en los viejos tiempos, bebé.

Batman agarró las fotos y salió del capitolio arrastrando su capa. Los funcionarios del alguacil, ahora, lo miraban con un poco de lástima. Eran tiempos duros para todos; la economía, ahora, ya no vivía su momento más dulce, el barril de petróleo había superado la frontera de los 65 dólares, habían tumbado las Torres Gemelas, El huracán Katrina destruía a New Orleans, los indocumentados invadiendo las calles: cada día se metían 4.000 ilegales más por las fronteras. Y al hombre murciélago, ahora, se le veía de día, caminando sin misterios, como un parroquiano del montón. El ánimo general de Ciudad Gótica, y de la nación, se había venido abajo.

Batman decidió investigar. Tenía el resto del día y parte de la noche para atrapar al autor de aquellos crímenes “tan minuciosos”. Por su factura y estilo, Batman intuía que se trataba de un patrón de conducta, algo sistemático, con un plan subyacente acometido por una mente habilidosa y juvenil; un asesinato que sin duda iba a repetirse. No se equivocaba. Fue hasta el barrio donde habían sido hallados los cuerpos y vagabundeó un poco por ahí. Encontró un grafitti en el anverso de una casa junto a un lote vacío cubierto sólo por nieve. Allí decía: GO BACK, WHITE MAN, U DON’T BELONG TO THIS LAND, THIS LAND NEVER BELUNG TO U.

Era un barrio de negros y de latinos. Uno de aquellos famosos Proyectos, donde encontrabas padres e hijos consumiendo crack en las escaleras y donde sus habitantes pagaban irrisorias rentas de 100 dólares mensuales. La última alcahuetería del estado. Batman opinaba que había que mandar a trabajar a todos esos vagos y poner en su lugar, de una vez por todas, a todos los Squads del mundo. Puñado de sinvergüenzas. Perezosos. El movimiento Okupa no era más que uno de tantos focos de infección que se diseminaba cada tanto en la sociedad. Y en cuanto a estos projects, era mejor invertir ese presupuesto en cárceles y en logística para derrotar a la delincuencia y al terrorismo. ¡Qué cuentos de escuelas! ¡Qué cuentos de más viviendas para los más pobres! ¡Qué cuentos que “los más débiles”! ¡Los pobres y los débiles: a trabajar! ¡Carajo!

Así pues, nuestro héroe merodeaba por lo más escabroso del deep Brooklyn. La verdad es que aquellos asesinatos no podrían ser catalogados, para nada, como una emergencia, especialmente, en una ciudad como Gótica donde el ruido de las sirenas, rompiendo el cielo, anunciaban una nueva calamidad cada media hora. Pero el comisionado era un zorro viejo y sabía que este crimen, y los sub-siguientes, se irían a robar la atención pública en lo quedaba del año, por lo menos, hasta que llegaran las celebraciones de navidad. Ello no era muy conveniente en una temporada donde los mismos funcionarios de la Administración soñaban con una reelección para renovar sus contratos y licencias; de lo contrario, todos iban a quedar de patitas en la calle con el cambio de Alcalde, incluyendo al propio Batman. Nunca le había ido muy bien con los demócratas. ¨Esos hipócritas¨. A diferencia de ellos, los republicanos por lo menos eran francos y transparentes, unos egoistas tolerantes. Los demócratas, y los progresistas de centro izquierda, no se las daban de aperturistas y terminaban siendo más cerrados que los demás. Un momento. ¿No era aquel el mexicano ese de la esquina, a quien Batman le compraba las tortas? ¿Qué hacía por este barrio?

- ¡Oye! ¡Hola! ¿Me distingues? ¡Soy ese que te compra tortas cada mañana en la madrugada!

Era difícil, casi imposible, no distinguir a un sujeto que iba por la calle con máscara y con disfraz de murciélago.

- ¿Eh?, Hola, güey, – respondió el mexicano. Iba algo colocado – ¿qué haces por estos lados?

- Sólo de paseo. Oye, ¿Vives por acá? ¿Sabes un poco de esos dos tíos hallados en el bote de la basura?

El mexicano no contestó y salió corriendo. Luego se metió a uno de esos típicos edificios antiguos de Ciudad Gótica con escaleras de incendios en el exterior y buzones destartalados en las puertas. Un minuto después volvió a salir. Batman, en medio de su consternación, no había alcanzado siquiera a alejarse de allí. Al doblar la esquina, mientras trataba de sobrevivir torpemente a lo resbaloso de la nieve, el mexicano lo abordó. Lo llamó por su nombre de superhéroe, y del susto, Batman patinó sobre la acera en sus dos piernas y cayó.

- Mire, señor, le recomiendo que no meta sus narices en este asunto.- Le dijo el mexicano mientras ayudaba a Batman a incorporarse. - Se lo digo en calidad de buen amigo. Usted me cae bien.

Batman abordó el bati-móvil y se alejó de allí. Sentía el culo entumido. No sabía si era producto del dolor o del frío. Al avanzar por la calle vio cómo su amigo, el mexicano que le vendía tortas cada mañana, se volvía a meter en el edificio. Calculó su edad; ¿15? Unos 16, 17 años, por-ahí. Miró al cielo y estaba azul. Una avioneta, de ésas de fumigación, hacía letreros de propaganda en el cielo. Decía: A LOS BUENOS CIUDADANOS DEL MUNDO. VOTE BLOOMBERG ALCALDE. Luego, las letras se empezaron a difuminar como nubes. Volvió a lo suyo. Era temprano. Aún faltaban un par de horas para anochecer. Sin embargo, aquellas calles lucían demasiado desiertas. Había algo extraño en el aire, ó ¿Batman ya estaba empezando a perder el olfato? No quiso entonces dejar aquel barrio sin antes tomarse un trago. Necesitaba calentarse y echar un ojo por-ahí. Intentó poner en marcha su bati-calefacción pero no fue suficiente. Su frío le venía desde adentro, desde el alma. De alguna manera, con toda y su quietud, aquel barrio le pareció pintoresco. Batman no acostumbraba a visitar demasiado ese tipo de vecindarios. Quiso entonces celebrarlo. Se había acostumbrado a tomarse unas cuantas copas con bastante regularidad y el hábito le había ganado, especialmente en los últimos meses cuando el trabajo iba tan mal, y su fortuna se había ido por la borda a través del juego y los malos negocios y las manos desconsideradas de Robin. Cualquier pretexto era bueno para tomarse una copa.

Aquel pub parecía bien. Parqueó el bati-móvil y en la entrada había un letrero en español. No supo su significado, pues su dominio de aquel idioma era muy básico. Había otros carteles en la puerta, pero todos estaban en español a excepción del consabido KARAOKE. Sería prudente ponerse a perfeccionar aquella lengua, los tiempos lo ameritaban. 40 millones de hispanos, censados, no eran ningún billetito de 5 dólares. Le vendría bien hablar fluidamente el español para su profesión de cazador de villanos. Pensó.

Una vez dentro del bar, Batman pidió un whisky. En las rocas. Desde la barra miró a su alrededor. Estaba oscuro. El día no existía en ese lugar. Había gente bailando y borrachos en las mesas. Aquello le gustó. Unas señoritas, indudablemente latinas, pasaban a su lado y le sonreían. Batman le preguntó a la barmaid qué clase de música era la que sonaba.

- Bachata. – Respondió la que servía los tragos, una colombiana de 25 años aproximadamente – Ba- cha – ta –, repitió la colombiana al constatarse que su interlocutor no entendía.

Ba-cha-ta – respondió Batman.

Aquella barmaid le agradaba. Luego, siguió en lo suyo, viendo a la gente del lugar. Se percató que las señoritas lo invitaban a bailar. Le pareció extraño. Batman no iba a caer tan fácil en la trampa. Ah! Claro, ellas cobraban por bailar. Era el negocio agregado del bar. Un superhéroe tenía que entender, de entrada, las reglas de todos los juegos. Por cada pieza que ellas bailaban contigo tú tenías que aflojarles 2 mangos. Batman ya había escuchado de estas costumbres entre las damas dominicanas. Luego, nuestro héroe se colgó de pies y quedó trepado como lo hacen los murciélagos: con las patas en el techo y la cabeza bocabajo; la capa colgando. Era una manera de relajarse y, de paso, ahuyentar a las señoritas de dos-dólares-la-canción; por si volvían “a embestir con aquellas miradas”. Todos en el bar vigilaban a Batman con recelo. Había un televisor y mostraba partidos de soccer internacional. Nadie en ese lugar quería cosas con ‘blanquitos’, y mucho menos, cuando iban vestidos tan estrafalariamente, y ni mencionar cuando venían esos turistas curiosos y se ponían a hacer payasadas. Ese bar era para hombres con los huevos bien puestos y no para putitos extraviados. Así pues, muchos se sintieron violentados en lo suyo. Los ecuatorianos y los mexicanos, que bailaban con las dominicanas en la pista. Los boricuas, que bebían en la barra. Los colombianos de Security, que cuidaban el lugar.

Al girarse sobre sí misma y descubrir a Batman colgando del techo, la barmaid exclamó un pequeño gritillo de horror y luego puso el whisky sobre la barra y trató de recuperarse del impacto y de continuar con su trabajo normalmente. Ella no había sido criada con el mito del hombre-murciélago, pero de todos modos, en Gótica, había que acostumbrase a todo tipo de sorpresas. Gótica era la ciudad de los locos; gente que hablaba a solas en los trenes; gente que almorzaba en las aceras como si fueran niños destapando sus loncheras; gente que se suicidaba desde los puentes; gente que secuestraba a sus propios hijos; gente que sodomizaba a sus suegras; gente que comía pescado crudo y carne de perro en los restaurantes koreanos; gente que sacaban sus falos al aire y empezaban a orinar sin dejar de caminar; gente que se comía a sus vecinos, gente que convivía con tigres y cocodrilos en sus apartamentos; gente que corría por los techos de algún vecindario con una arma blanca en la mano; gente que llamaba a todo el cuerpo de bomberos, y a sus respectivos veinticinco camiones, para que le bajaran a su gatito de un árbol; gente que entraba a los Burger King y masacraba a 15 personas; gente que disparaba desde una ventana y luego sacaba la cabeza y gritaba a la policía con el rifle en la mano: ¡NO ME VOY A RENDIR!; gente que gritaba en las esquinas: ¡ARREPENTÍOS HERMANOS, QUE ESTAMOS EN LOS ÚLTIMOS DÍAS!; gente que le gustaba hacer el amor en tríos, de a cuatro, de a ocho; gente que se pintaba el pelo de azul y se ensartaba cuchillas de afeitar en la lengua; gente que se paraba en las aceras con una cámara de cine y se largaban a representar unas vidas que ya estaban representadas y le decían a los pedestrians, PLEASE DON’T WALK THIS SIDE WE’RE GONNA BE THE NEXT INDIES SUPERSTARS AND WE ARE MAKING OUR OWN MOVIE . En fin; gente que creía que la vida tenía que ser como esos capítulos de Sex and the city; gente que se tropezaba contigo en la calle y después de decir, Lo Siento, con una sonrisa pensaban para sus adentros: “FUCKING SPIKS, THEY COME, STEAL OUR JOBS AND NEVER LEARN TO SPEAK EVEN A GOOD ENGLISH”…

¿Cómo no iba a haber gente que se vistiera de murciélago y se colgara, de patas, en el techo? En Gótica siempre había que ver, callar y continuar. Batman estuvo así por varios minutos. La camarera pensó que quería llamar la atención y, entonces, por cordialidad empresarial, optó por empezar a sonreírle cada tantos segundos, como quien sonreía a los bebés. A Batman aquello le gustó. A ella, él le empezó a parecer gracioso, un poco simpático, a pesar de su golpe de ala. Ese gringo tan apuesto, tan rubio y haciendo esas monerías. La dosis perfecta de locura que cualquier mujer buscaba en un hombre. “Definitivamente los hombres hacen lo que sea por conquistarla a una”, soñó. Luego se tomó su correspondiente shot de tequila y lo mezcló con aquel pensamiento, cual chiste de mujer solitaria. Cuando se dio cuenta, y volvió de sus elucubraciones, estaba de nuevo sonriéndole al americano del disfraz.

- Oye, Chico Village*, - dijo, desde el fondo de la barra, uno de los boricuas que estaba enamorado de la colombiana y que ya se empezaba a sentir celoso – creo que te has equivocado de barrio. Los bares de travestis se han quedado en el barrio de enseguida, en East Williamsburg. Batman no hizo mucho caso. Aquel hombre, evidentemente, estaba borracho. Y los otros clientes que se reían, también. Entonces, sin mucho aspaviento, volvió a su silla de la barra y se sentó como un cristiano del montón. No era prudente robarse demasiado el show, especialmente cuando se estaba allí en busca de información.

 Después de un par de whiskies, alguien intentaba marcharle al karaoke. Se trataba de un mulato rechoncho, parado en el lado oeste del establecimiento. Estaba cantando una de Charles Aznavour sobre un escenario improvisado. Terminó su interpretación de La Bohemia y todos lo aplaudieron. Luego, le siguió una anciana que se embriagaba a solas en el fondo de la barra. Güera. De aspecto anglo.

- Pobre – dijo la barmaid, en tono de confidencia, a Batman – todos los días de karaoke viene y le da por cantar una canción de cuya letra no se acuerda. Parece que vive en uno de los geriátricos de la playa y cada tanto se escapa a tomarse unas copas hasta emborracharse. Casi siempre tienen que venir los enfermeros a recogerla como con cuchara. Un día me contó que no tiene a nadie en el mundo y que no recuerda si alguna vez tuvo hijos o no. Batman puso su vista sobre el escenario. La anciana miraba la cabina del d.j. y esperaba a que empezara la música. Cuando la tonada inicióse, ella tarareó las siguientes palabras: /QUIERO DESPERTAR EN UNA CIUDAD QUE NUNCA DUERME…/ de repente se detuvo y volvió a intentarlo: /QUIERO DESPERTAR EN UNA CIUDAD QUE NUNCA DUERME…/ y luego, otra vez: /QUIERO DESPERTAR EN UNA CIUDAD QUE NUNCA DUERME…/, pero no se acordaba de más y volvía a repetir la misma frase y, aquellos, quienes la observaban, exceptuando a Batman y a la colombiana, estallaban en risas, y en chiflidos, y es que, de verdad, la pobre lucía muy cómica, porque no se daba por vencida, ¨como las cucarachas que uno es con ellas pa’afuera y ellas pa’dentro¨, pensó Batman. Y la anciana volvía a intentarlo una y otra vuelta. Era un momento muy desesperante y agobiador por su carácter eterno de repetición recurrente, como un tren atrapado en un túnel, hasta que la abuela desistía, daba un pataleo y salía corriendo del escenario con lágrimas en los ojos. Una segunda explosión de risas, entonces, ya había estallado colectivamente, como si todo el acto estuviera programado de antemano en una especie de action acting y como si supieran que, a la semana siguiente, esta anciana lo iría a ejecutar de nuevo.

La reacción de Batman no se hizo esperar; veía en aquel acto de voracidad colectiva una excelente oportunidad para ejercer su buen derecho a ser un superhéroe políticamente correcto y, de paso, impresionar a la colombiana. Dio tres volteretas en el aire y se instaló en el escenario. Tomó el micrófono y, con una señal de manos, hizo que el d.j. detuviera la música. El silencio reinaba en el aire. Una atmósfera opresiva se apoderó del lugar; como si el tiempo se hubiera paralizado.

Todos miraban a ese sujeto disfrazado y Batman, con la luz de los spots en la espalda, paseaba su mirada por el lugar, depositando su cólera recriminatoria en los ojos centelleantes de ellos.

- ¿Cómo se sienten ahora?, – preguntó a la concurrencia – después de haberle destrozado el corazón a esa mujer. Deberíais saber el valor que se necesita para hacer lo que hace esa señora cada semana en este escenario.

- ¡Bájate payaso! – gritó uno entre la multitud.

La colombiana miraba al superhéroe con ojos de ternero degollado, desde la barra.

- Pues, me bajo cuando sólo uno de ustedes me diga que se ha dado el lujo de llegar a los 70 años como lo ha sabido hacer esa nena que ustedes han mandado llorando hacia el water. Algunos se miraron a las caras como preguntándose: “¿Y este tío de qué va?”.

- ¡La fiesta de Halloween ya pasó, Bati-tonto! – gritó otro.

Batman prosiguió:

- Esa mujer no se hubiera ido llorando si ustedes no se hubieran reído. Esa mujer, quizá, lleva toda su vida queriendo ser una cantante, al menos, por una noche y, quien quita, que el mundo se haya perdido de una excelente artista, porque muy probablemente a lo largo de su existencia se encontró a gente tan imbécil como ustedes. Ahora, al final de su vida, quiere intentarlo de nuevo y no creo que esto pueda ser motivo de risa para nadie.

- No te hagas el estúpido, bati- rata voladora, a quién quieres impresionar.- Por un momento Batman se sintió descubierto en su falso altruismo. Mientras tanto, el hombre que le interpeló seguía vociferando:

- Esa vieja loca viene cada semana a hacer su numerito. Le gusta que nos riamos de ella. Es sólo una vieja alcohólica, bati-ingenuo. La queremos; es parte de la familia.

Batman no tuvo más remedio que bajarse del escenario, arrastrando su capa. Cayó en la cuenta de que en realidad estaba perdiendo forma y que se había metido en el medio de un asunto privado, y su instinto de superhéroe experimentado le había dictado que se había metido a lavar una ropa sucia que no era de Robin.

La colombiana, sin embargo, lo recibiría con un trago. Cortesía de la casa. Lo que importaba era el gesto y, en esencia, Batman estaba salvado, pues lo único que le importaba al hombre murciélago aquella noche, era la opinión de la colombiana.

Risitas fueron y sonrisas vinieron en el resto de la velada. Batman alcanzó a emborracharse y la colombiana estaba feliz brindando y disfrutando de su compañía.

- Por mi héroe. – Decía mirándolo a los ojos al chocar sus copas.

Caía la noche y la luna los descubrió besándose en un callejón industrial. Una rata se bañaba de sombras en el fondo del callejón, bajo unos tarros de basura. Sus ojos chispeaban en la oscuridad. Un perro ladró a la distancia. Batman llamó al batimovil y el batimovil vino por su propia cuenta, como cuando el Zorro llamaba a su corcel negro, como cuando El Llanero Solitario llamaba a Silver. Hombre murciélago, y mujer, abordaron el batimóvil; Batman apretó el acelerador y se perdieron entre las vías de la gran ciudad Gótica.

Al entrar al piso de la colombiana, Batman se sintió sobrecogido por un vago olor a muebles ajenos. Provenía de los cojines del salón de estar, sobre los cuales dormía un hombre viejo. Más hacia el sur, posición 5 y 30 de las manecillas del reloj, una silla de ruedas era bañada por los rayos de la luna, los cuales entraban a través de un gran ventanal. Hacía frío en aquel lugar. Batman sintió compasión por el anciano.

- ¿Es tu padre? – susurró para no despertarlo.

- No te preocupes – dijo la colombiana – no oye ni ve ni entiende ni camina tampoco.

Durante la cena (ensalada de queso de cabra; pollo a la parrilla, arugula y champiñones de Portobello, pudín de arroz, cous cus frío, tabuleh, carne de res brochette, babagounush y fatush; ¡wow! Batman definitivamente se sentía envejecer. No le sacaba gusto a esa comida del siglo 21), ella le contó pormenores de su vida. Había llegado a Nueva York huyendo de un novio que le pegaba en Colombia y su sueño era convertirse en actriz de Brodway. Pero, “ya lo ves”, había terminado de camarera y estaba en un punto de la vida donde, primordialmente, le interesaba que su cuenta de ahorros siguiera engordando.

Nada más había sido poner los pies en territorio gringo y la vida se le había convertido en una locomotora marchando hacia atrás. Sólo había sido bajarse en el aeropuerto de Newark y ya había trabado conversación con dos norteamericanos, un holandés y un argentino. Un pereirano también había intentado ponerle conversa en el avión, pero ella lo había desechado inmediatamente por ‘maluco’. Tres días después, una vez instalada en casa de una amiga, estaba aceptando la invitación de un español a darle la vuelta a la isla de Manhattan en un barco de su propiedad. Luego de éste galán, vendrían un israelí, un griego, dos brasileros, un búlgaro y un francés. Sin embargo, sería sólo con el español con quien terminaría accediendo a compartir, por primera vez, una convivencia en territorio yanqui. Cosas del lenguaje. Él le ofreció de todo. Viajaron a Madrid y allí se habían instalado en un confortable piso de Lavapiés. Ella intentó con lo del teatro, pero no se le hacía tan mágico como Brodway. Algo nunca le olió muy bien en España. Nueva York se le hacía más una escena de puertas abiertas con luces brillantes de verdad. Aquella Europa, pues, le ayudaría a decepcionarse de su profesión. Se le hacía muy similar a esa Colombia a la cual quería enterrar, con la diferencia que la primera era más rica y anticuada. Empezó a extrañar los Estados Unidos. Una experiencia desagradable con tres o cuatro personas de su círculo de amigos le habían hecho perder para siempre toda confianza en cualquier mujer del viejo continente. Descubrió que si existían unas mujeres más putas que ella, eran precisamente las españolas. Amparadas en el catolicismo sustancial de su doble moral, sus dizque honorables, dizque colegas, dizque amigas chapetonas, se habían dado el lujo de acostarse con su marido a sus espaldas, mientras le vendían la idea de que la visitaban en su apartamento por camaradería. Sí. Después de haberse rodeada de españolas por dos largos años (vazcas, barcelonesas, de Zaragoza), la colombiana entendía el origen de esa contemporánea moda de supra'valorar la promiscuidad-post-drogas, post sexo y pues eso: post-Rock and roll.  Para ella ( puta que medía a mujer de sociedad con vara de guetto), las españolas se habían transfigurado en las maestras de la putería hipócrita internacional.  No la putería impuesta por las dinámica de los movimientos demográficos efecto necesidades económicas, sino la putería obscena de quien pasa de un lecho a otro en aras de no poder con el peso de su propio coño; la putería lujuriosa de quien no le es suficiente con la polla de sus 25 novios ni con las masturbadas desesperadas de su propio dedo, ni con los maridos de las demás; la putería desolada de quien pretende desahogar sus desasosiegos con la impertérrita presencia de cualquier polla, la primera que se le atravesara en el camino. Las muy putas de sus amigas en Madrid, ni siquiera se habían dado el chance de follársele al marido en un hotel. Ella les había abierto las puertas de su casa con cenas, barbiquiús, y pernoctadas en la cabaña de la piscina durante los fines de semana. Y ¿Cómo le habían pagado? Ellas le habían devuelto su hospitalidad usando su propia cama, su propia cocina, su propio baño para acometer fornicación con el polígamo de su ex marido. Así era. Abrís las puertas de tu corazón y se te comen el hígado, pensó. Tal vez lo que decían los nuevos historiadores tuviera algo de vigencia. Deslumbrados por la cultura del narcotráfico, cansados de ser los guaches de Europa, temerosos de que un espejo les devolviera dos veces una imagen, los ibéricos se habían acostumbrado a mirar a los suramericanos desde un altar; sus delicadas nuevas sensibilidades de café, rechinaban al descubrir aquellos hábitos, costumbres, esta pintoresca cosmogonía, esa dulce-amarga visión de habitar el mundo. Al fin de cuentas, a ella le parecía que los diez o doce españoles que había tratado en su vida lo miraban todo desde una nube, aunque precisamente, 500 años después, los indios ya no los miraran a ellos como dioses. Y es que para ella, últimamente, no había trapito con que agarrar a la madre patria. Desde que se había convertido en la nueva rica del barrio, España iba por ahí, de país en país, fanfarroneando con su liderazgo. Ahora, a los españoles les había dado dizque por hacer turismo al mejor estilo americano; como queriendo rescribir una segunda vuelta de Kerouac por la ruta 66, pero como si quisieran ganarse el Tour de Francia también. Y sin hacerse preguntas. Sólo auto-entrevistándose. Lo dicho. Uno de esos resabios de nuevo rico. Pero era sólo una impresión particular. Nada general. Aunque pudiera tener algo de asidero en la realidad, no lo tenía. De los españoles se podía esperar algo más que eso. La colombiana lo sabía. Aunque le gustara andarse tambaleando por los bordes de los estereotipos y jugar con ello, no se podía dar el lujo de calificar a todas las frutas del paraíso por dos o tres manzanas podridas. Ella sabía que de los españoles se podía esperar gloria, lanza y nobleza, lo mismo que de los trabajadores del subway se pudiera esperar cordialidad y calidez. De éstas últimas, los españoles se daban el lujo de tener un poco más que los demás hispanohablantes; tal vez, por eso es que tan fácilmente se encendían; mucha vida; "demasiada", pensaría la colombiana, suerte de diva del cine mudo, especie de Alejandra Pizarnik en los albores de su encuentro con la muerte. Ella lo sabía y lo había constatado con muchos otros españoles que venían ocasionalmente al karaoke. De un tiempo para acá la Gran Manzana se había visto invadida por los nuevos grandes veraneantes del orbe. Las almas de raza fina, hastiadas de la piel local, venían a Nueva York a cambiar el escenario; en eso se había convertido la civilizada Europa, en una búsqueda enfermiza de paraísos sexuales. Se habían pasado todo un milenio montando las bases de un ficticio progreso y ahora querían salir a desahogar todas sus represiones. Lo que le habían matado a América, ahora lo querían hacer resucitar. Todo esto pensaba la colombiana. Era muy emocional. Ya se lo había dicho otro de sus novios; un valenciano: ¨Me voy porque le tengo miedo a los volcanes¨.

Como podeís ver, la colombiana se quería creer todo lo negativo que pudiera decirse en contra de España. Estaba resentida. Era una forma de protegerse contra esas varias esquirlas provenientes de su pasado y una viciosa forma de ensalzar todo lo que no fuera castellano. Ella debía reconocer, sin embargo, el valor de nuestros neo-conquistadores; de que Joaquín Sabina se merecía, de una vez por todas, el Premio Nobel de Literatura por su canción Yo me bajo en Atocha. Pero, si se proponía a examinarlo bien, podría intuir que la riqueza de España era un poco momentánea, por no pensar que un poco virtual. ¿Qué iban a hacer ahora que Francia estaba empezando a cobrar lo que había metido en la Comunidad Europea? ¿Qué iban a ser cuando pasaran por Estados Unidos y ya nadie les abriera las patas como se las había abierto la oligarquía latinoamericana, léase los mismos herederos de la colonia?

En Estados Unidos, España sí no podría mirar a nadie desde arriba, pues en Norteamérica, con todo y sus Euros, España seguía siendo una señora muy ostentadora, pero una señora más del montón; una señora inmigrante más, que a diferencia de los colombianos, no había venido a humildemente a salvar la papa; sino que arrogantemente había venido a competir.

Total, que después de muchos romances y amantes, el destino volvía con su política de patada cósmica en el culo para la colombiana. Ahí estaba. Con un negro como esposo. Después de ser la típica hispano-parlante, diva del cine mudo, disparada a un mundo en color que gustaba de pensar en inglés. Era de ésas que se llenaba la boca diciendo que se veía a sí misma haciendo lo que fuera para sobrevivir, excepto ‘la putería’ o la limpieza de ‘la colombiana del montón’, como si atender en una barra fuera lo suficientemente distinto. En todo caso, era una de ésas inmigrantes contemporáneas, de 30 años de edad, que creían haberse conquistado el mundo al correr con un poco de suerte fuera de su país. La niña consentida que ahora podría llamar a sus padres y decirles: ‘¿Poderos ver? ¿Que si podía sobrevivir lejos de vosotros?’ Ese tipo de mujer que se enamoraba de un referente y nunca del ser humano que estaba detrás del referente. “Estoy saliendo con un gerente de banco, estoy saliendo con un director de cine, estoy saliendo con un holandés”, y nunca: “estoy saliendo con Pedro, Juan, Luis”. Por eso es que siempre terminaba enrolada en relaciones tan autodestructivas. Por eso es que, desesperadamente deseosa de ser amada hasta después de los cuarenta, muchos novios no le habían durado en el pasado. Siempre se equivocaba, por ansiosa, y porque nunca miraba la mercancía sino el sello. Ella misma sabía que en el fondo no se merecía un gran amor con ese diseño de pensamientos. Alguien, pues, que pudiera amarla de verdad. La vida se le había vuelto tan irónica que había terminado compartiendo el apartamento con un ‘perteneciente a las minorías’. De alguna manera se lo merecía. Con todo lo que, en un pasado remoto, ella había denigrado de enredarse con un negro, sin ser racista ni nada. Su madre le había dicho de niña: Mi nena, de grande nunca se te vaya ocurrir traer un novio oscurito a la familia, y entonces, como buena hija que ella había sido, incorporó ese discurso a su estructura mental. Los negros eran aceptables, pero ¨de lejitos¨. Sin embargo, hela ahí; con uno, que aparte de negro, era ciego e inválido. Pobre desgraciado; no le había bastado con su innata tragedia. Dios se había ensañado contra él. A veces, la vida daba cierta suerte de vueltas y resultabas pateado en el culo por aquella bota cósmica de la que ya hemos hecho referencia. Se sentía en una encrucijada de años luz. Ni modo de volverse para Colombia, pues sabía que allí las mujeres perdían gran parte de su valor después de los treinta, a no ser que se dedicaran a ser madres.

Luego del español, había venido un mexicano, de los güeros, no de los nacos, no de esos que se pasan por la frontera y se mojan las espaldas hasta el alma; sino de los otros, los de dinero, los que ahora estaban triunfando en Hollywood y esas cosas. Uno de esos que se sabían las cinco velocidades del burro. Tampoco funcionó. El tipo la hacía sentir mal. Eso era triunfo tras triunfo. Logro tras logro. Y ella todavía audicionando; buscando una oportunidad mientras le contaba anécdotas de restaurante a los exitosos amigos gringos de su novio, y mientras estos le devolvían anécdotas de sus internacionales trenes de vida. Condecoraciones, amigos influyentes, grandes proyectos llamados a ser historia. No lo soportó. Aquellas reuniones sociales se le hacían interminables. O era tener éxito como actriz para estar a la altura del círculo social de su amado, ó era seguir siendo una mesera y enclaustrarse y no volver a esas fiestas de los famosos; o dejar a su marido. Optó por esto último. Y del mismo modo, se sentía confundida por haberse traído a un sin nombre a la casa. Al menos ya estaba aprendiendo a romper con su patrón de conducta. Primero con el ciego y ahora con el loco. Tal vez, era lo que ella necesitaba: uno más corrido del traste que ella. Uno sin tanto ego, uno con la autoestima en el suelo hasta el punto de desarrollar una personalidad capaz de vestirse como un drácula travestido, uno de esos andrajosos que no le gustara la música clásica ni el chill out. Siempre había escogido novios diferentes a ella, doctores que contrastaban con su personalidad artística, chicos que le ponían los pies en la tierra. Yupis y tíos así. Directores de galerías, corresponsales internacionales; gerentes de editoriales. Sujetos muy lounge, tan egocéntricos como ella. Y no le habían funcionado; la habían hecho sufrir. Ahora necesitaba un hombre que no la hiciera llorar; uno que la llenara de poesía, que le pusiera los pies en la luna con actos descabellados, que no se preocupara tanto por trivialidades. Un romántico.


Ciudad Gótica bajaba un farengheit más, cada media hora. La colombiana se empolvó la nariz y luego fueron a por cervezas al Deli Store de la esquina y volvieron ella y Batman a empujárselas en la cocina, junto al calor del horno. Mientras tanto, ella revelaba datos de ese plan macabro llamado Action Horizonte: Resultaba que ciertos grupos de pandillas, La Mara Salvatrucha y la Eme 18, habían recibido una cantidad exorbitante de dinero, por parte de Chávez, Fidel, Tiro Fijo y Osama, para que reclutaran a otras pandillas en toda la nación centroamericana, y las entrenaran. Lo que se buscaba, al fin de cuentas, y lo que se había echado a andar, era un plan siniestro de reivindicación de la raza indígena en territorio estadounidense. Dicho plan consistía en la inmediata venganza en contra de los grupos anti inmigrantes y la posterior expulsión definitiva de todos los caucásicos y africanos de América. Todo lo que oliera a cultura occidental iba a ser eliminado del planeta o por lo menos erradicado del Nuevo Continente. En esos momentos, había cientos de miles de mulatos, armados hasta los dientes, entrenándose en las selvas latinoamericanas, dispuestos a recibir la orden de atacar masivamente al imperio y a cualquier puto que se les atravesara en el camino. Estaban sistemáticamente coordinados a través de un diseño delineado por redes terroristas en todo el mundo. Aquellos grafittis de ‘GO BACK, WHITE MAN’ eran sólo una fase preliminar del plan.

Cuando la colombiana reparó, Batman tenía la boca abierta y no espabilaba. Ella fue a por un laptop que sacó de un armario y lo encendió. Se dispusieron a mirar websites referentes a lo que ella había estado relatando.

- ¿Dónde puedo hallar a esta gente aquí en ciudad Gótica?

- Un millón de dólares y te canto hasta las mañanitas que cantaba el Rey David – dijo aquella mujer suramericana. Bruno Díaz firmó, aunque ella no lo había dicho en serio y aunque sus cheques escasamente tuvieran fondos.

Ella abandonó por unos minutos a Batman y fue a su habitación. Deslizó su cheque en la cómoda y se puso un pijama sin ropa interior de ninguna clase. Y con los pechos perfectamente dibujados bajo la tela, volvió hasta la cocina. Batman no era ningún tonto, se percató del hecho. El servicio de información incluía valor agregado.

Hicieron el amor y luego Batman llamó al comisionado para soltarle todo el rollo. El comisionado, como era de esperarse, se le rió en la cara. Batman estaba desconcertado. Le creía a la colombiana. Había visto las imágenes de los cabecillas en la red; había visto los entrenamientos, los listados de cada una de las células subversivas con cada uno de sus miembros. Miró alrededor. El anciano se revolcaba en su lecho como un perro agonizante. Nuestro héroe se quitó la capa y arropó al viejo.

- No es mi padre – dijo ella.- Es mi marido. Lo conocí a las afueras de un supermercado y ahora debo confesar que me enamoré por lástima.

Batman lo observó de nuevo y estuvo a punto de romper a llorar. Pero sus impulsos se controlaron al descubrir que, the colombian girl was drawing a long line of pure crystal line of cocaine on the kitchen table.

- May I try – he asked.

- Of course – she said.

So Batman was riding a beautiful road under fair skies. He saw incredible things. Some of them less nice than others. He saw himself working as well as many other’s jobs. He saw himself making as dishwasher in a big love boat over the Mexican Gulf. He made love to colombian girl with all his passion trying to take care of her, because of her generosity and compassion with the old guy. That turned him on. He catched some spiders on the wall using these powerfull skills of superheroe: weapons stars and silver bats. Everthing was noir in him. Later, he forgot completely, forever, who he used to be. Three hours later, the universe disappeared. Heart attack. Organic food and cocaine overdozen, said the forenseic.

- ¿Susana? – Preguntó el hombre cubano que la había invitado a un daikirí, y ahora se sentaba a su lado en la arena.

- Susan – respondió ella, mientras tomaba el sol en una de las playas de South Beach en Miami. Un millón de dólares en el banco.
   
*Zona bohemia de N.Y.C.
 


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